«No sé papá... ya no es como antes. Ahora no me das una palmadita cuando termina el partido ni me invitas a un refresco. Vas a la grada pensando que todos son enemigos, insultas a los árbitros, a los entrenadores, a los jugadores, a los padres del equipo contrario...
¿Por qué has cambiado? Creo que sufres y no lo entiendo. Me repites que soy el mejor, que los demás no valen nada a mi lado, que quien diga lo contrario se equivoca, que solo vale ganar.
Ese entrenador del que dices es un inepto, es mi amigo. El que me enseña a divertirme jugando y a amar éste deporte.
El chaval que el otro día salió en mi puesto...¿te acuerdas?... sí hombre, aquel a quien estuviste toda la tarde criticando porque no sirve ni para llevarme la bolsa, como tú dices. Ese chico está en mi clase. Cuando lo vi el lunes, me dio vergüenza.
No quiero decepcionarte. A veces pienso que no tengo suficiente calidad, que no llegaré a ser profesional del fútbol y ganar cientos de millones como tú quieres. Me agobias. Hasta he llegado a pensar en dejarlo, pero me gusta tanto...
Por favor, no me obligues a decirte que no vengas a verme jugar».